El café del cazador alpino
Estoy aquí desde hace dos horas y todavía no se ve a nadie. Un gélido viento de tramontana barre la nieve como un torbellino blanco que cubre los árboles. En la torreta de guardia, el frío es todavía más intenso y penetra como una cuchilla a través de las grietas de las paredes. La "gorra de tonto" con orejeras bajas, el anorak, los guantes, los calzoncillos largos de lana, la doble media de montaña dentro de las botas "vibram" no bastan para garantizar un calor suficiente, por lo que me veo obligado a moverme continuamente en el pequeño espacio disponible. Hace ya veinte días que la compañía está aquí arriba en servicio de "orden público" y hacemos turnos de guardia de cuatro horas alternados con ocho de descanso.
El turno de la tarde prevé un café caliente para la centinela, pero hoy el servicio se retrasa. De repente escucho un fragor sordo cada vez más fuerte y un coche todoterreno aparece entre una nube de nieve. Baja un cazador alpino.
Lo reconozco, pero la consigna debe ser respetada.
Apunto con el "Garand", un fusil pesado que me cansa enseguida los brazos.
«¡Alto! ¿Quién anda ahí? ¡Contraseña!» pregunto, mientras él se para.
Él grita y añade:
«Soy yo Bepi, el cocinero, y voy a llevarte el café. ¿No me reconoces, tonto?»
Por supuesto que sí, pero si no respeto el procedimiento acabo en "C.P.R.", el calabozo de rigor infligido en estos casos. Todos sabemos que los suboficiales y oficiales, especialmente los de carrera, intentan cogerte con las manos en la masa para adquirir méritos.
«Sube, Bepi», le digo con voz amistosa, «pero también tú sabes que no hay que bromear en estas cosas.»
El cocinero sube a la torreta de guardia y vierte el café humeante en la fianbrera. Intercambiamos algunas palabras, pero se va inmediatamente ya que debe terminar el recorrido de las torretas. El todoterreno desaparece entre la nieve y yo me quedo sólo con el ruido de la tormenta.
Me apoyo contra la pared, porque no hay que sentarse, y empiezo a saborear el café: está todavía caliente.
Por un momento cierro los ojos: la fiambrera se convierte en una tacita de café de porcelana decorada. Me desplomo en un mullido sofá en frente de una chimenea y la fragrancia de la leña que arde y se desprende en el aire. Fijo con mirada hipnótica, la llama que baila y, mientras fuera nieva, un calor suave invade la habitación.
Una fuerte ráfaga de viento mece la torreta. Me agarro en alguna parte dejando caer la fiambrera con el poco café que queda y el frío vuelve a apropriarse de mis huesos.
Piero Farolfi
El turno de la tarde prevé un café caliente para la centinela, pero hoy el servicio se retrasa. De repente escucho un fragor sordo cada vez más fuerte y un coche todoterreno aparece entre una nube de nieve. Baja un cazador alpino.
Lo reconozco, pero la consigna debe ser respetada.
Apunto con el "Garand", un fusil pesado que me cansa enseguida los brazos.
«¡Alto! ¿Quién anda ahí? ¡Contraseña!» pregunto, mientras él se para.
Él grita y añade:
«Soy yo Bepi, el cocinero, y voy a llevarte el café. ¿No me reconoces, tonto?»
Por supuesto que sí, pero si no respeto el procedimiento acabo en "C.P.R.", el calabozo de rigor infligido en estos casos. Todos sabemos que los suboficiales y oficiales, especialmente los de carrera, intentan cogerte con las manos en la masa para adquirir méritos.
«Sube, Bepi», le digo con voz amistosa, «pero también tú sabes que no hay que bromear en estas cosas.»
El cocinero sube a la torreta de guardia y vierte el café humeante en la fianbrera. Intercambiamos algunas palabras, pero se va inmediatamente ya que debe terminar el recorrido de las torretas. El todoterreno desaparece entre la nieve y yo me quedo sólo con el ruido de la tormenta.
Me apoyo contra la pared, porque no hay que sentarse, y empiezo a saborear el café: está todavía caliente.
Por un momento cierro los ojos: la fiambrera se convierte en una tacita de café de porcelana decorada. Me desplomo en un mullido sofá en frente de una chimenea y la fragrancia de la leña que arde y se desprende en el aire. Fijo con mirada hipnótica, la llama que baila y, mientras fuera nieva, un calor suave invade la habitación.
Una fuerte ráfaga de viento mece la torreta. Me agarro en alguna parte dejando caer la fiambrera con el poco café que queda y el frío vuelve a apropriarse de mis huesos.
Piero Farolfi