La partida de naipes
El viejo estaba sentado de frente a la chimenea del siglo decimosexto contemplando las lenguas de fuego que bailaban para él. Levantó los tizones ardientes con las tenazas y tomó un trozito de leña apoyándolo sobre los morillos para avivar la llama. El chisporroteo de la leña produjo una nube de chispas que se perdieron por la chimenea. Encendió otra vez su pipa y, sin tan siquiera volver la mirada, preguntó al vecino:
«Todavía no se ven?»
«Bien sabes que ellos llegan a la taberna cuando está llena porque quieren hacerse notar.» respondió el compadre, mientras mascaba un trozo de cigarro toscano, escupiéndolo con disparos dirigidos a la brasa.
La taberna, en realidad, era el bar de la Casa del Pueblo frecuentada por los rojos, que los blancos del círculo parroquial llamaban la taberna del diablo porque, decían que la frecuentaban los incrédulos y los blasfemos. En el pueblo se conocía como la taberna del pelirrojo por el cantinero, un hombre pequeño y nervioso con el pelo rojo y la cara llena de pecas.
El local se encontraba en un edificio del siglo decimoquinto toscano y desarrollaba su actual función después de quién sabe a cuántos otros usos se había ya destinado. El mostrador del bar estaba en un rincón con las mesas colocadas alrededor en círculo. En el centro, una olla de vino se mantenía caliente encima de una estufa de cerámica.
En la pared opuesta a la chimenea había un estante con libros, revistas y periódicos. Encima había bien visible un cartel donde se leía: Biblioteca del pueblo, porque el obrero y el campesino deben divertirse, pero sin permanecer ignorantes; así rezaba una cita colocada debajo, más en pequeño, de un autor desconocido para todos, pero que representaba la esencia de los trabajadores. Al lado, un gran mapa político del mundo, con una vara atada a un clavo, servía para explicar las agitaciónes políticas en el escenario internacional y para indicar lugares que la mayoría ni conocía.
La gran sala se llenaba y en las mesas se organizaban las primeras partidas. Cuando estaban todas ocupadas y no permanecía ninguna libre excepto la que estaba cerca de la biblioteca, entonces entraban los protagonistas más esperados de la noche. Eran los secretarios de las secciones locales de los partidos que frecuentaban la Casa del Pueblo y los aldeanos los habían apodado con el nombre de los respectivos secretarios nacionales. Así Berlinguer era el secretario de la sección local del Partido Comunista, Nenni el del Partido Socialista y Saragat el del Partido Socialdemócrata. El Secretario de la «célula» (así se llamaba) del Partido Socialista de Unidad Proletaria, creado por una reciente escisión del Partido Socialista y, por lo tanto, sin una referencia nacional popular, se llamaba Mao, en honor del secretario del Partido Comunista Chino.
Entraban uno tras otro, con calculada indiferencia, mostrando sobre el bolsillo de la chaqueta, con el nombre claramente visible, su periódico: «l'Unità», «Avanti!», «La Giustizia», «Mondo nuovo», se saludaban, colgaban su sombrero en el perchero y se sentaban. Las parejas tenían en cuenta los equilibrios políticos nacionales: Berlinguer y Mao contra Nenni y Saragat. Los primeros se llamaban rojos D.O.C. porque estaban en la oposición, mientras que los segundos, oficialistas - los que estaban en el poder - se llamaban rojo antiguo, una marca de vermú que estaba de moda en ese momento.
La puesta en juego era siempre la misma: un cuarto de vino por pareja; quien perdía, pagaba. Se jugaba a «marafone» una especie de malilla, luego tres briscas y, en el caso de un empate, el desempate de nuevo a «marafone».
Antes, sin embargo, se hablaba sobre la política nacional que estaba sufriendo a causa de los bloques internacionales opuestos: el Pacto de Varsovia contra la O.T.A.N. Eran verdaderas lecciones de política para el pueblo que no terminaban nunca, pero cada cual estaba alineado a la fe y a la verdad de su propio secretario. La discusión se prolongaba alcazando picos incandescentes que siempre terminaban con el augurio de que un día los cuatro partidos estarían juntos de nuevo porque, no obstante, a todo el mundo le parecía extraño que se debiera luchar entre trabajadores que tenían los mismos intereses.
Entonces la partida comenzababa. Copas, espadas, bastos, oros. Arrastre, llamada, guiño. El aire se hacía más y más saturado de humo y los olores de la gente se mezclaban con los de tabaco, del vino caliente y de la leña que ardía en la chimenea. Alrededor de la mesa florecían comentarios de aprobación, de crítica o de escarnio en cada mano. El cantinero echaba un ojo entre mesa y mesa. También los dos viejitos sentados cerca de la chimenea seguían de lejos la evolución de la partida y si de vez en cuando perdían el punto de la situación, porque se dormitaban vencidos por el calor del fuego, llamaban al cantinero para ser puestos al día.
Esa noche ganaron los oficialistas, pero el desafío entre los cuatro habría continuado también noche tras noche, ya que, más allá del resultado, lo que importaba era el placer de estar juntos, compartiendo los mismos valores y el respeto de la comunidad.
Piero Farolfi
«Todavía no se ven?»
«Bien sabes que ellos llegan a la taberna cuando está llena porque quieren hacerse notar.» respondió el compadre, mientras mascaba un trozo de cigarro toscano, escupiéndolo con disparos dirigidos a la brasa.
La taberna, en realidad, era el bar de la Casa del Pueblo frecuentada por los rojos, que los blancos del círculo parroquial llamaban la taberna del diablo porque, decían que la frecuentaban los incrédulos y los blasfemos. En el pueblo se conocía como la taberna del pelirrojo por el cantinero, un hombre pequeño y nervioso con el pelo rojo y la cara llena de pecas.
El local se encontraba en un edificio del siglo decimoquinto toscano y desarrollaba su actual función después de quién sabe a cuántos otros usos se había ya destinado. El mostrador del bar estaba en un rincón con las mesas colocadas alrededor en círculo. En el centro, una olla de vino se mantenía caliente encima de una estufa de cerámica.
En la pared opuesta a la chimenea había un estante con libros, revistas y periódicos. Encima había bien visible un cartel donde se leía: Biblioteca del pueblo, porque el obrero y el campesino deben divertirse, pero sin permanecer ignorantes; así rezaba una cita colocada debajo, más en pequeño, de un autor desconocido para todos, pero que representaba la esencia de los trabajadores. Al lado, un gran mapa político del mundo, con una vara atada a un clavo, servía para explicar las agitaciónes políticas en el escenario internacional y para indicar lugares que la mayoría ni conocía.
La gran sala se llenaba y en las mesas se organizaban las primeras partidas. Cuando estaban todas ocupadas y no permanecía ninguna libre excepto la que estaba cerca de la biblioteca, entonces entraban los protagonistas más esperados de la noche. Eran los secretarios de las secciones locales de los partidos que frecuentaban la Casa del Pueblo y los aldeanos los habían apodado con el nombre de los respectivos secretarios nacionales. Así Berlinguer era el secretario de la sección local del Partido Comunista, Nenni el del Partido Socialista y Saragat el del Partido Socialdemócrata. El Secretario de la «célula» (así se llamaba) del Partido Socialista de Unidad Proletaria, creado por una reciente escisión del Partido Socialista y, por lo tanto, sin una referencia nacional popular, se llamaba Mao, en honor del secretario del Partido Comunista Chino.
Entraban uno tras otro, con calculada indiferencia, mostrando sobre el bolsillo de la chaqueta, con el nombre claramente visible, su periódico: «l'Unità», «Avanti!», «La Giustizia», «Mondo nuovo», se saludaban, colgaban su sombrero en el perchero y se sentaban. Las parejas tenían en cuenta los equilibrios políticos nacionales: Berlinguer y Mao contra Nenni y Saragat. Los primeros se llamaban rojos D.O.C. porque estaban en la oposición, mientras que los segundos, oficialistas - los que estaban en el poder - se llamaban rojo antiguo, una marca de vermú que estaba de moda en ese momento.
La puesta en juego era siempre la misma: un cuarto de vino por pareja; quien perdía, pagaba. Se jugaba a «marafone» una especie de malilla, luego tres briscas y, en el caso de un empate, el desempate de nuevo a «marafone».
Antes, sin embargo, se hablaba sobre la política nacional que estaba sufriendo a causa de los bloques internacionales opuestos: el Pacto de Varsovia contra la O.T.A.N. Eran verdaderas lecciones de política para el pueblo que no terminaban nunca, pero cada cual estaba alineado a la fe y a la verdad de su propio secretario. La discusión se prolongaba alcazando picos incandescentes que siempre terminaban con el augurio de que un día los cuatro partidos estarían juntos de nuevo porque, no obstante, a todo el mundo le parecía extraño que se debiera luchar entre trabajadores que tenían los mismos intereses.
Entonces la partida comenzababa. Copas, espadas, bastos, oros. Arrastre, llamada, guiño. El aire se hacía más y más saturado de humo y los olores de la gente se mezclaban con los de tabaco, del vino caliente y de la leña que ardía en la chimenea. Alrededor de la mesa florecían comentarios de aprobación, de crítica o de escarnio en cada mano. El cantinero echaba un ojo entre mesa y mesa. También los dos viejitos sentados cerca de la chimenea seguían de lejos la evolución de la partida y si de vez en cuando perdían el punto de la situación, porque se dormitaban vencidos por el calor del fuego, llamaban al cantinero para ser puestos al día.
Esa noche ganaron los oficialistas, pero el desafío entre los cuatro habría continuado también noche tras noche, ya que, más allá del resultado, lo que importaba era el placer de estar juntos, compartiendo los mismos valores y el respeto de la comunidad.
Piero Farolfi